—¡Hola! ¿Vas de fiesta? ¿Puedo ir con vosotros? —dijo en un intento casi pueril deconseguir compañía.—Sí, ¿por qué no? —respondimos, aceptándolo en el juego.Era un hombre alto, fuerte, sonriente y enérgico y vestía una chaqueta con estampadomilitar y pantalones vaqueros.—¿Vives aquí? —le pregunté, en un intento nada original de iniciar una conversación.—No, en Granada.—Ah —por su acento se notaba que no era andaluz, pero no quise incomodarlopreguntándole por su procedencia—. ¿Estás de visita en Madrid entonces?—No, me trae la policía.No le quise acosar a preguntas: al fin y al cabo ya conocía a la perfección los patrones de
selección de víctimas que llevaban a cabo las fuerzas del estado.
En pocos minutos, llegamos a Huertas. En el primer lugar que quisimos entrar, Pablo, Leire
y yo no tuvimos problemas, pero a Osman no le quisieron dejar pasar. Pusieron como excusa que
su vestimenta no era la apropiada; pero quizás fuera la culpa de fuerte olor que desprendía;
aunque seguramente la prohibición estaría relacionada con su color de piel.
—Si él no pasa, nosotros tampoco —amenazamos al portero, en una extraña defensa de
nuestra joven amistad.
—Yo puede esperar aquí y luego todos juntos.
—No, no: o todos a ninguno —ya éramos un grupo férreo.
En el siguiente lugar que intentamos no nos pusieron impedimentos: ese gigante bar
irlandés estaba casi vacío: los juernes son un mito no más.
—Estoy en calle —confesó en algún momento—, no sé cómo vuelve a Granada.
Me dio pena pensar cuándo se habría tomado una ducha por última vez, cuándo habría
comido. Arrancó a contar su historia y ya sí no pudimos contenernos a avasallarlo con infinidad de
cuestiones. La profesión que tenía en Senegal le hacía extremadamente feliz, pero, como
hermano mayor, se tuvo que hacer cargo del abandono de su padre a toda la familia y su escueto
suelto de pescador no le daba para alimentar a su madre y a sus nueve hermanos. Por eso
decidió probar suerte en el castigador continente privilegiado, eclipsado por el fatídico sueño
europeo. Una patera lo vomitó en la costa hacía catorce años y se las apañó durante todo este
tiempo para mandar dinero a Senegal, sin oportunidad de encontrar un trabajo digno.
—Dan residencia en pocos años si no hay problema, pero pillaron a me vendendo pulseras
algunas veces y vuelve todo a cero.
Leire compartió su cerveza con él y todos bailamos a ritmo de pop británico, de pop
británico, pop británico.
—Creo que le voy a invitar a dormir en casa —le dije a Pablo.
—Parece buen chaval —me animó.
Me acerque a Osman:
—¿Dónde duermes hoy? —inquirí.
—En calle.
—Yo tengo un sofá cama muy cómodo. No creo que a mi novio le importe que te quedes a
dormir —aclaré, para que no pensara que tuviera no sé qué intenciones.
Agradeció la oferta en una mezcla de exacerbo e incredulidad. Y, en cuanto encendieron
las luces del garito, cada uno se dispuso a volver a su nido.
—Ven —insistí.
—¿Seguro?
—Sí, sí —mentí: no se puede tener plena seguridad al recoger a alguien de la calle.
Llegamos a casa; Adam, por supuesto, dormía; lo desperté:
—Hay un senegalés durmiendo en nuestro sofá. Acaba de salir de la cárcel, espero que no
te importe.
—No problem —me besó: mi novio era un santo; un santo adormilado.
Volví con Osman.
—Come algo.
—No. Mañana.
—¿Cuándo ha sido la última vez que has comido?
—Mediodía.
—¿Y no tienes hambre?
—No, está bien. Come mucho antes.
Insistí más, pero no hubo manera de que diera bocado. Mientras pasó al baño, abrí el sofá
cama por primera vez desde que el casero remplazó el antiguo después de infinidad de llamadas
mías, clic, clic, puse sábanas limpias y recogí las latas de cerveza muertas que habían quedado
del paso de Leire y Pablo apenas unas horas antes. Me despedí de él pidiéndole que me avisara
cuando despertase y ofreciéndole que abriera la nevera en cualquier momento que le diera
hambre.
No dormí bien: nunca había invitado a dormir a un extraño. A las pocas horas (dos, tres;
cuatro a lo sumo) preparé el desayuno mientras Osman se duchaba, desperté a Adam para que
conociera a nuestro primer invitado pernoctador y nos reunimos los tres en el salón-cocina.
—En alquiler no es tan caro aquí — presumí desempleada, acorralada por mi quinto piso
sin ascensor, sin ventanas a la calle (solo al cielo: dichosos tragaluces), de supuestamente
cincuenta y cinco metros cuadrados.
—Mucho. En Granada pagaba trescientos, pero ahora vivo en cuevas y mando los
trescientos a mi familia.
—¿Cuevas?
—Sí, cuevas de Granada. ¿No conoces?
—No.
—Viven mucha gente aquí.
Adam se interesó más por la prisión: igual no había pegado los ojos por ese motivo.
Osman nos habló de algo desconocido para nosotros por aquel entonces, los Centro de
Internamiento de Extranjeros, y se me puso la carne de gallina: lo apresaron en Granada, lo
despojaron de todas sus pulseras —de todas sus pertenencias, de toda la comidita para alimentar
a sus hermanitos— y lo arrastraron a Aluche, donde estuvo encerrado durante más de un
hacinado mes. Lo iban a deportar:
—Quiería aquí para mandar dinero mi familia, pero también quiería Senegal, para ver mi
mamá.
El destino o un error burocrático le hizo salir a la calle, donde llevaba ya tres días
deambulando.
Se bebió el té, pero solo comió una tostada y media.
—Quiero ir a Lavapiés. ¿Está cerca?
—Sí. Prácticamente estamos en Lavapiés. ¿Para qué quieres ir?
—Voy pedir dinero a mis paisanos para ir Granada.
—¿Cuánto vale el billete? —lo había comprobado hacía un rato: dieciocho con setenta.
—No sé, menos de veinte euros sí.
—Toma —ya tenía el billete preparado.
—¡Alá te bendiga! —gritó agarrándome las manos, prosiguiendo luego con frases en wólof,
seguramente de contenido religioso, lo cual nunca me agradaba, pero quedaba bonito con su
alegría.
Apunté mi número de teléfono en un papelito y le pedí que me llamara cuando llegara a
Granada. Prometió que lo haría, guardándose el recorte con cautela. Pero nunca lo hizo: ni
cuando llegó, ni cuando desalojaron las cuevas una semana después.
Después de Osman, durante un año y pico durmieron en ese sofá cinco estadounidenses,
un brasileño, tres vietnamitas, una mexicana, cinco españolas, una francesa, dos alemanes, una
peruana, un argentino y un italiano; pero él, nuestro primer invitado, fue, seguramente, el más
especial —me atrevería a decir que el más especial en la historia de Rodrigo de Guevara: y eso
que Cervantes frecuentaba la calle—.
No sé qué pasaría después del desalojo; pero me gusta imaginármelo pescando en la
costa de su país, junto a su familia, feliz pese a las carencias económicas que nunca podrán
comprar la exultante mirada de una madre ni el brillo de las escamas de un pez recién capturado. |